—¿Qué dirías —preguntó el comisario Bernard Cross a su amigo, el profesor Sisley— si en un caso hubiese dos sospechosos, y uno tuviera los motivos, los antecedentes y el carácter adecuado para haber cometido el crimen y el otro, sin nada de eso, fuera incriminado seriamente por indicios muy sólidos? —¿Sólidos como qué? ¿El arma asesina escondida entre sus ropas?
—Oh, no tanto. Huellas.
—¿Dactilares?
—De zapatos.
—A ver, Bernard, dejemos de jugar a las adivinanzas y cuéntame la historia.
—¡Vamos, por una vez que las adivinanzas las planteo yo y no tú! Bien, te cuento: el lunes, Francis Riggs, el solitario encargado de cuidar una finca de verano a unos cuarenta kilómetros de la ciudad, fue hallado asesinado a balazos, llevando ya dos días muerto. La semana anterior estuvo lloviendo mucho en la zona, pero sobre el fin de semana el sol secó el barro, en el que quedaron estampadas claramente unas huellas que parten del camino que llega a la casa, le dan media vuelta hasta la puerta posterior, que encontramos violentada, y regresan al camino. No son huellas del calzado de Riggs, sino de unos zapatos usuales entre los cazadores. Justamente, hemos identificado dos cazadores que anduvieron por allí: uno de ellos, el colérico Ralph Brenson, un grandote de malos hábitos y antecedentes, había reñido varias veces con Riggs, que le negaba el permiso para entrar a cazar a la finca, e incluso alguna vez llegaron a amenazarse mutuamente con sus armas; el otro, un tal David Longman, parece que es la primera vez que andaba por acá, y no encuentro ninguna razón para que quisiera matar a Riggs.
—¿Y los «indicios muy sólidos»?
—El calzado de ambos cazadores coincide con la marca de las huellas que encontramos, pero el tamaño coincide con los zapatos de Longman; Brenson calza dos números más. De ahí mis dudas.
—Ninguna duda, sigue investigando a Brenson: Longman es inocente —dijo Sisley.
¿Por qué? Resuelve el misterio.